lunes, 31 de diciembre de 2012

El Hobbit


Esa entrevista con David Goyer que leí en El País Semanal fue una referencia que volvió más rápido que un bumerán. Volví a leerla después de ver El Hobbit, de Peter Jackson, ya que una de las respuestas del famoso guionista me habló al oído al momento de ordenar mis ideas y primera impresión de lo que será la nueva trilogía basada en el libro de J.R.R. Tolkien.
“En la próxima década los videojuegos serán la mayor influencia en la gramática de nuestro cine”. En toda mi vida, no he pasado ni si quiera diez horas jugando con una consola. Pese ello, alcanzo a distinguir que las dos horas y cincuenta minutos de El Hobbit tienen una influencia externa al cine y la literatura.
Por un lado, está su formato de filmación y proyección a cuarenta y ocho cuadros por segundo, cuya superioridad visual está dividiendo opiniones. Algunos la consideran sensacional, otros (los que más se hicieron leer y escuchar en la derrama mediática de la película) consideran a este bonus un fiasco que produjo náuseas y vómito, literalmente. Una moda que pasaría directo al museo de los malos inventos. Aunado a que no todos pudimos ver la cinta en 48fps, la calidad de proyección de cine en México es un formato propio de náusea y vómito, por lo que es mejor ocuparse de la historia, en donde también hallaremos recordatorios al videojuego.
Para los nacidos ayer o poco clientes del universo Tolkien, El Hobbit es la precuela a la aventura de El Señor de los Anillos. Narra el viaje que en sus años de juventud, Bilbo Baggins (padre de Frodo), emprende junto al mago Gandalf y trece enanos que buscan recuperar el patrimonio que les ha robado un temible dragón llamado Smaug.
Las andanzas de Bilbo se sienten como una persecución extendida entre mundos que van aumentando el nivel de dificultad (nótese mi idea primitiva de lo que es un videojuego) e intercalan pocas escenas para que la trama adquiera drama, conflicto y complejidad. Ese volumen sí existía en El Señor de los Anillos.
En estructura y desarrollo, además, El Hobbit es demasiado similar a El Señor de los Anillos. Esto no es bueno ni malo, sino todo lo contrario. Quiero decir que, para fanáticos de esta saga, el encanto puede ser justo esa similitud, mientras que para el grueso de la audiencia este parecido puede ser redundante. A la hora de la verdad, esta franquicia necesita algo que no posee: novedad y sorpresas.
Otro ejemplo. Todo el espectro de su diseño de producción es cartucho quemado desde el 2003, con lo visto hasta el desenlace de la primera trilogía, en El Retorno del Rey: los paisajes de Nueva Zelanda, los vestuarios, los reinos, criaturas y monstruos. Naturalmente, todo ha sido retrabajado y tiene nuevas capas, aunque nada lo bastante especial para volver a maravillarnos.
Llevo ya varios párrafos dedicados a problemas y relativos defectos, lo cual no significa que El Hobbit es una mala película. Como realizador de cine fantástico, Peter Jackson es el estándar más alto a superar. Un cineasta épico en su utilización de recursos: sus secuencias de acción, desbordadas en efectos visuales, nunca pierden el toque humano; su trabajo con actores (quizá lo único que queda de sus gloriosas épocas en las que hizo su cine más interesante y de bajo perfil, como Heavenly Creatures, con una Kate Winslet que nadie conocía) es tan fastuoso como su despliegue de castillos, ejércitos y reinos. Nadie ni nada cae en lo ridículo o en el cliché. Ni siquiera las dos canciones que tenemos que fumarnos. El pequeño inconveniente es que nadie esperaba una buena película a secas, sino una que nos volara la cabeza.
A nivel de reparto, como el héroe humilde de esta historia, Martin Freeman es una gran elección de casting. Su aura de actor y humorista independiente le sienta muy bien al proyecto. Los trece enanos, cuyos nombres son tan difíciles de recordar como sus nombres en la vida real, son poco entrañables individualmente. Su dinámica de grupo es más carismática.
El Hobbit es, indiscutiblemente, una película bastante entretenida y disfrutable. Es su argumento lo que no abre el apetito hacia una nueva trilogía. Su duración es injustificable. La mayor parte de sus secuencias roban el aliento, pero podrían ser editadas sin temor de que dejáramos de comprender la historia. Más de lo mismo, que es lo que siempre solemos aceptar por parte de Hollywood.

"Los rollos perdidos"

Hace unos días tuve la oportunidad 
de traer a mi casa una par de buenos documentales, entre ellos Los Rollos Perdidos, del que ya había escuchado hablar bastante en la red y en los periódicos.

Debo confesar que estaba incrédulo hacia una producción donde de entrada aparece el hígado del crítico grinch Jorge Ayala Blanco, quien en más de una ocasión me ha hecho enojar con sus comentarios acerca de buenas producciones, pero sin embargo en este documental hasta me cayó bien y su presencia se torna esencial.

A medida que avanzan Los Rollos Perdidos, uno sabe de inmediato que se encuentra ante uno de esos pocos trabajos magistrales tanto de investigación como de dirección y documentación que han aparecido en los últimos años en nuestro país, mostrando de entrada las dos caras de un tenebroso cineasta llamado Servando González, cuyas películas Yanco y Viento Negro, eran las obligadas en mi época en la facultad, pero quien iba a saber que el mismo tipo que las dirigió, filmó también la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968 con varias cámaras, y no sólo eso, sino que se convirtió en cómplice de un aparato represor de estado, siendo la antítesis de lo que significa el ejercicio cinematográfico.

Aun con la voz un tanto repetitiva de Daniel Giménez Cacho, la dirección de Gibrán Bazán se muestra muy elegante, desarrollando el suceso de Tlatelolco desde un ángulo que pocos habían conocido hasta hoy en el cine, es decir, no se centra en el conflicto político, sino en la responsabilidad moral de un cineasta que filmó con sangre fría como masacraban a los estudiantes y todavía cobró por hacerlo.

Con un aspecto de nerd, medio fachosón, pero que cae bien, Gibrán Bazán sube junto con otros jóvenes al piso de la antigua Torre de Relaciones Exteriores, desde donde filmó la matanza e incluso en secuencias estremecedoras da santo y seña de por donde entraron las balas, de donde corrían los filmadores para protegerse y hasta de los sitios donde se apostaron los francotiradores.

No sorprende que el documental comience con una leyenda donde se advierte que decenas de personas se negaron a hablar sobre los temas que se abordan en Los Rollos Perdidos, sin embargo las entrevistas que logra recabar Bazán, representan el primer viento fresco en muchas décadas para explicar algo de lo que pasó, tanto en Tlatelolco como posteriormente en el incendio de la Antigua Cineteca Nacional, la que operaba en Churubusco y Tlalpan, y que justo fue visitada por un servidor dos días antes del incendio que comenzó según todos los testigos por una terrible explosión, sobre la cual también arroja luz este magistral trabajo.

Da gusto escuchar hablar en este documental al cineasta Óscar Menéndez, pero también a especialistas de la Filmoteca de la UNAM y de la propia Cineteca que fueron testigos del incendio y que dan un panorama muy estremecedor de lo que ocurrió aquel día, donde hasta infantes de cuna fueron heridos por los vidrios de la explosión y resulta que hasta se ocultó el número de muertos, según las pesquisas del director.

Destaca la agil edición de este trabajo que conjuga imágenes del pasado y el presente, además de noticieros antiguos que dan un  buen panorama de lo que aconteció en las épocas que toca el documental, donde hasta uno siente nostalgia por aquel espacio pervertido del noticiero 24 horas, conducido por el nefasto Jacko Zabludowsky

Los  Rollos Perdidos se convierte así en el gran debut de Gibrán Bazán, un nuevo cineasta que estaba haciendo falta en el panorama cinematográfico de México,  un cineasta, en pocas palabras, valiente y con guevos para decir las cosas, sobre todo después de vislumbrar trabajos tan cobardes como el de Colosio, donde  también aparece Giménez Cacho, y que en ningún momento se señala un culpable, algo que en Los Rollos Pedidos, no sólo ocurre de forma clara, sino con nombre y apellido, como lo dice en una sorprendente secuencia Ayala Blanco, quien como dije, hasta a sus detractores les caerá bien en este filme.

Pero Gibrán Bazán no se detiene ahí, sino que brinda una conexión entre el caso Tlatelolco y el caso Cineteca que a muchos amantes de nuestra historia cinematográfica va a sorprender, pues resulta que al parecer en el antiguo recinto se guardó parte del material que filmó Servando después de que este fuera revelado en los Estudios Churubusco, todo ello gracias a la carta de un testigo que contacto al director y le confesó todo lo que vio tanto el 2 de octubre como años después.

Francamente recomendable este documental que según tengo entendido ya se proyectó en varios foros, incluso en la propia Cineteca Nacional y que invita a revisar más de la filmografía de Gibrán Bazán, si es que la tiene, pues al menos con este trabajo, promete ser uno de los cineastas más inteligentes e implacables que hayan surgido en los últimos años en nuestro panorama cinematográfico.

domingo, 30 de diciembre de 2012

El Hobbit, y los 48 cuadros por segundo que nunca vimos


Esa entrevista con David Goyer que leí en El País Semanal fue una referencia que volvió más rápido que un bumerán. Volví a leerla después de ver El Hobbit, de Peter Jackson, ya que una de las respuestas del famoso guionista me habló al oído al momento de ordenar mis ideas y primera impresión de lo que será la nueva trilogía basada en el libro de J.R.R. Tolkien.
“En la próxima década los videojuegos serán la mayor influencia en la gramática de nuestro cine”. En toda mi vida, no he pasado ni si quiera diez horas jugando con una consola. Pese ello, alcanzo a distinguir que las dos horas y cincuenta minutos de El Hobbit tienen una influencia externa al cine y la literatura.
Por un lado, está su formato de filmación y proyección a cuarenta y ocho cuadros por segundo, cuya superioridad visual está dividiendo opiniones. Algunos la consideran sensacional, otros (los que más se hicieron leer y escuchar en la derrama mediática de la película) consideran a este bonus un fiasco que produjo náuseas y vómito, literalmente. Una moda que pasaría directo al museo de los malos inventos. Aunado a que no todos pudimos ver la cinta en 48fps, la calidad de proyección de cine en México es un formato propio de náusea y vómito, por lo que es mejor ocuparse de la historia, en donde también hallaremos recordatorios al videojuego.
Para los nacidos ayer o poco clientes del universo Tolkien, El Hobbit es la precuela a la aventura de El Señor de los Anillos. Narra el viaje que en sus años de juventud, Bilbo Baggins (padre de Frodo), emprende junto al mago Gandalf y trece enanos que buscan recuperar el patrimonio que les ha robado un temible dragón llamado Smaug.
Las andanzas de Bilbo se sienten como una persecución extendida entre mundos que van aumentando el nivel de dificultad (nótese mi idea primitiva de lo que es un videojuego) e intercalan pocas escenas para que la trama adquiera drama, conflicto y complejidad. Ese volumen sí existía en El Señor de los Anillos.
En estructura y desarrollo, además, El Hobbit es demasiado similar a El Señor de los Anillos. Esto no es bueno ni malo, sino todo lo contrario. Quiero decir que, para fanáticos de esta saga, el encanto puede ser justo esa similitud, mientras que para el grueso de la audiencia este parecido puede ser redundante. A la hora de la verdad, esta franquicia necesita algo que no posee: novedad y sorpresas.
Otro ejemplo. Todo el espectro de su diseño de producción es cartucho quemado desde el 2003, con lo visto hasta el desenlace de la primera trilogía, en El Retorno del Rey: los paisajes de Nueva Zelanda, los vestuarios, los reinos, criaturas y monstruos. Naturalmente, todo ha sido retrabajado y tiene nuevas capas, aunque nada lo bastante especial para volver a maravillarnos.
Llevo ya varios párrafos dedicados a problemas y relativos defectos, lo cual no significa que El Hobbit es una mala película. Como realizador de cine fantástico, Peter Jackson es el estándar más alto a superar. Un cineasta épico en su utilización de recursos: sus secuencias de acción, desbordadas en efectos visuales, nunca pierden el toque humano; su trabajo con actores (quizá lo único que queda de sus gloriosas épocas en las que hizo su cine más interesante y de bajo perfil, como Heavenly Creatures, con una Kate Winslet que nadie conocía) es tan fastuoso como su despliegue de castillos, ejércitos y reinos. Nadie ni nada cae en lo ridículo o en el cliché. Ni siquiera las dos canciones que tenemos que fumarnos. El pequeño inconveniente es que nadie esperaba una buena película a secas, sino una que nos volara la cabeza.
A nivel de reparto, como el héroe humilde de esta historia, Martin Freeman es una gran elección de casting. Su aura de actor y humorista independiente le sienta muy bien al proyecto. Los trece enanos, cuyos nombres son tan difíciles de recordar como sus nombres en la vida real, son poco entrañables individualmente. Su dinámica de grupo es más carismática.
El Hobbit es, indiscutiblemente, una película bastante entretenida y disfrutable. Es su argumento lo que no abre el apetito hacia una nueva trilogía. Su duración es injustificable. La mayor parte de sus secuencias roban el aliento, pero podrían ser editadas sin temor de que dejáramos de comprender la historia. Más de lo mismo, que es lo que siempre solemos aceptar por parte de Hollywood.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Los Rollos Perdidos, el gran debut de Gibrán Bazán


Hace unos días tuve la oportunidad de traer a mi casa una par de buenos documentales, entre ellos Los Rollos Perdidos, del que ya había escuchado hablar bastante en la red y en los periódicos.

Debo confesar que estaba incrédulo hacia una producción donde de entrada aparece el hígado del crítico grinch Jorge Ayala Blanco, quien en más de una ocasión me ha hecho enojar con sus comentarios acerca de buenas producciones, pero sin embargo en este documental hasta me cayó bien y su presencia se torna esencial.

A medida que avanzan Los Rollos Perdidos, uno sabe de inmediato que se encuentra ante uno de esos pocos trabajos magistrales tanto de investigación como de dirección y documentación que han aparecido en los últimos años en nuestro país, mostrando de entrada las dos caras de un tenebroso cineasta llamado Servando González, cuyas películas Yanco y Viento Negro, eran las obligadas en mi época en la facultad, pero quien iba a saber que el mismo tipo que las dirigió, filmó también la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968 con varias cámaras, y no sólo eso, sino que se convirtió en cómplice de un aparato represor de estado, siendo la antítesis de lo que significa el ejercicio cinematográfico.

Aun con la voz un tanto repetitiva de Daniel Giménez Cacho, la dirección de Gibrán Bazán se muestra muy elegante, desarrollando el suceso de Tlatelolco desde un ángulo que pocos habían conocido hasta hoy en el cine, es decir, no se centra en el conflicto político, sino en la responsabilidad moral de un cineasta que filmó con sangre fría como masacraban a los estudiantes y todavía cobró por hacerlo.

Con un aspecto de nerd, medio fachosón, pero que cae bien, Gibrán Bazán sube junto con otros jóvenes al piso de la antigua Torre de Relaciones Exteriores, desde donde filmó la matanza e incluso en secuencias estremecedoras da santo y seña de por donde entraron las balas, de donde corrían los filmadores para protegerse y hasta de los sitios donde se apostaron los francotiradores.

No sorprende que el documental comience con una leyenda donde se advierte que decenas de personas se negaron a hablar sobre los temas que se abordan en Los Rollos Perdidos, sin embargo las entrevistas que logra recabar Bazán, representan el primer viento fresco en muchas décadas para explicar algo de lo que pasó, tanto en Tlatelolco como posteriormente en el incendio de la Antigua Cineteca Nacional, la que operaba en Churubusco y Tlalpan, y que justo fue visitada por un servidor dos días antes del incendio que comenzó según todos los testigos por una terrible explosión, sobre la cual también arroja luz este magistral trabajo.

Da gusto escuchar hablar en este documental al cineasta Óscar Menéndez, pero también a especialistas de la Filmoteca de la UNAM y de la propia Cineteca que fueron testigos del incendio y que dan un panorama muy estremecedor de lo que ocurrió aquel día, donde hasta infantes de cuna fueron heridos por los vidrios de la explosión y resulta que hasta se ocultó el número de muertos, según las pesquisas del director.

Destaca la agil edición de este trabajo que conjuga imágenes del pasado y el presente, además de noticieros antiguos que dan un  buen panorama de lo que aconteció en las épocas que toca el documental, donde hasta uno siente nostalgia por aquel espacio pervertido del noticiero 24 horas, conducido por el nefasto Jacko Zabludowsky

Los  Rollos Perdidos se convierte así en el gran debut de Gibrán Bazán, un nuevo cineasta que estaba haciendo falta en el panorama cinematográfico de México,  un cineasta, en pocas palabras, valiente y con guevos para decir las cosas, sobre todo después de vislumbrar trabajos tan cobardes como el de Colosio, donde  también aparece Giménez Cacho, y que en ningún momento se señala un culpable, algo que en Los Rollos Pedidos, no sólo ocurre de forma clara, sino con nombre y apellido, como lo dice en una sorprendente secuencia Ayala Blanco, quien como dije, hasta a sus detractores les caerá bien en este filme.

Pero Gibrán Bazán no se detiene ahí, sino que brinda una conexión entre el caso Tlatelolco y el caso Cineteca que a muchos amantes de nuestra historia cinematográfica va a sorprender, pues resulta que al parecer en el antiguo recinto se guardó parte del material que filmó Servando después de que este fuera revelado en los Estudios Churubusco, todo ello gracias a la carta de un testigo que contacto al director y le confesó todo lo que vio tanto el 2 de octubre como años después.

Francamente recomendable este documental que según tengo entendido ya se proyectó en varios foros, incluso en la propia Cineteca Nacional y que invita a revisar más de la filmografía de Gibrán Bazán, si es que la tiene, pues al menos con este trabajo, promete ser uno de los cineastas más inteligentes e implacables que hayan surgido en los últimos años en nuestro panorama cinematográfico.




Olga Zubarry, la gran dama del cine argentino






Alguna vez, le ofrecieron un papel en Gasoleros , una de las tiras de Pol-ka. Olga Zubarry llegó a la oficina de Adrián Suar para escucharlo. En alguna entrevista, recordó aquel diálogo.
“Quiero que hagas la temporada ‘99 del programa”, le propuso el productor.
“Te lo agradezco mucho, pero no hago tiras diarias. Son la cárcel”, contestó ella.
“Tenés toda la razón del mundo”, dijo el “Chueco”, resignado.
La escena de mesura y de tranquilidad pinta una parte de la personalidad y de la carrera de Olga Zubarry, la actriz que murió ayer a los 82 años, después de pasar los últimos meses postrada por una larga enfermedad.
“La Vasca”, como le decían sus amigos, nació el 31 de octubre de 1930 en Parque Patricios. Esta fanática de Huracán comenzó a actuar desde muy joven e hizo 63 películas en seis décadas de trabajo, además de una carrera en el teatro y participaciones en la televisión.
Como pasa en muchos casos, los inicios fueron de pura casualidad. “Yo nunca había pensado en la actuación. Tenía vocación de médica: quería ser obstetra. Pero Juan Carlos Thorry, esposo de mi hermana, me convenció para participar en cine”, contó alguna vez. Corría la década del ‘40.
Los primeros palotes fueron como extra hasta que en 1946 llegó El ángel desnudo , de Carlos Hugo Christensen. La película contaba la historia de un hombre acorralado por las deudas, que manda a su hija a pedirle dinero a un escultor. El artista acepta prestarle algo, pero pone una condición: ver desnuda a la nena.
En el momento del rodaje, Zu-barry tenía 16 años y era una bellísima adolescente. Filmó una escena de espaldas a la cámara, en la que sólo se le veía la cara de perfil. Fue considerado el primer desnudo del cine argentino y un éxito inmediato. “En realidad, no fue un desnudo. Tenía una malla color piel”, contó, muchos años después.
A partir de entonces no dejó de trabajar. En los ‘60, hizo Hijo de hombre , con dirección de Lucas Demare y sobre un texto de Augusto Roa Bastos. “Fue uno de los trabajos más queridos”, dijo el año pasado, cuando se cumplieron 50 años del estreno y la película se exhibió en el festival Pantalla Pinamar. También filmó Los guerrilleros,Abuso de confianza , Concierto para una lágrima y Marianela , entre muchas otras.
En 1997, filmó su última película, Plaza de Almas , de Fernando Díaz, cuando el llamado Nuevo Cine Argentino comenzaba a dar sus primeros pasos. Por ese papel ganó un premio Cóndor de Plata y se retiró de la actividad. La decisión no tuvo vuelta atrás. En algún momento, Pablo Trapero le ofreció un papel que ella consideró “muy interesante”. “Pero ya había tomado la decisión”, manifestó.
En televisión también desarrolló una carrera con grandes momentos, como los unitariosNosotros y los miedos , Situación límite , Alta comedia , Atreverse y De fulanas y menganas . Además, hizo teatro y radioteatro, como el memorable Radio Cine Lux. “Eran funciones de gala, en director y con público”, recordó.
En las últimas décadas, le dedicó buena parte de su energía a las tareas solidarias. Fue madrina y trabajadora incansable de MAMA (Mis Alumnos Más Amigos), una ONG con sede en Villa Ballester que trabaja con chicos de la calle. Allí viven, se capacitan, estudian, trabajan y buscan una salida laboral. “Es una labor a la que le brindo mi amor y entusiasmo”, decía siempre que le preguntaban sobre su tarea solidaria.
Se casó con Juan Carlos Garate, productor cinematográfico y director de Argentina Sono Film, que murió en 2007. Con él tuvo dos hijas. Los últimos años de su vida los pasó ayudando a los otros en la ONG y recibiendo visitas en su casa, plagada de fotografías y de libros. Decía que las películas que pasaban en el cable le ayudaban a recordar su carrera. “Hay que saber retirarse a tiempo -le decía a Clarín en 2009- y disfrutar. Invito a mis amigos a tomar el té a casa, escucho mucha radio, recibo a mi hija Valeria, salgo cada tanto y recuerdo mucho. Yo me llevo muy bien con el pasado”.