domingo, 30 de diciembre de 2012

El Hobbit, y los 48 cuadros por segundo que nunca vimos


Esa entrevista con David Goyer que leí en El País Semanal fue una referencia que volvió más rápido que un bumerán. Volví a leerla después de ver El Hobbit, de Peter Jackson, ya que una de las respuestas del famoso guionista me habló al oído al momento de ordenar mis ideas y primera impresión de lo que será la nueva trilogía basada en el libro de J.R.R. Tolkien.
“En la próxima década los videojuegos serán la mayor influencia en la gramática de nuestro cine”. En toda mi vida, no he pasado ni si quiera diez horas jugando con una consola. Pese ello, alcanzo a distinguir que las dos horas y cincuenta minutos de El Hobbit tienen una influencia externa al cine y la literatura.
Por un lado, está su formato de filmación y proyección a cuarenta y ocho cuadros por segundo, cuya superioridad visual está dividiendo opiniones. Algunos la consideran sensacional, otros (los que más se hicieron leer y escuchar en la derrama mediática de la película) consideran a este bonus un fiasco que produjo náuseas y vómito, literalmente. Una moda que pasaría directo al museo de los malos inventos. Aunado a que no todos pudimos ver la cinta en 48fps, la calidad de proyección de cine en México es un formato propio de náusea y vómito, por lo que es mejor ocuparse de la historia, en donde también hallaremos recordatorios al videojuego.
Para los nacidos ayer o poco clientes del universo Tolkien, El Hobbit es la precuela a la aventura de El Señor de los Anillos. Narra el viaje que en sus años de juventud, Bilbo Baggins (padre de Frodo), emprende junto al mago Gandalf y trece enanos que buscan recuperar el patrimonio que les ha robado un temible dragón llamado Smaug.
Las andanzas de Bilbo se sienten como una persecución extendida entre mundos que van aumentando el nivel de dificultad (nótese mi idea primitiva de lo que es un videojuego) e intercalan pocas escenas para que la trama adquiera drama, conflicto y complejidad. Ese volumen sí existía en El Señor de los Anillos.
En estructura y desarrollo, además, El Hobbit es demasiado similar a El Señor de los Anillos. Esto no es bueno ni malo, sino todo lo contrario. Quiero decir que, para fanáticos de esta saga, el encanto puede ser justo esa similitud, mientras que para el grueso de la audiencia este parecido puede ser redundante. A la hora de la verdad, esta franquicia necesita algo que no posee: novedad y sorpresas.
Otro ejemplo. Todo el espectro de su diseño de producción es cartucho quemado desde el 2003, con lo visto hasta el desenlace de la primera trilogía, en El Retorno del Rey: los paisajes de Nueva Zelanda, los vestuarios, los reinos, criaturas y monstruos. Naturalmente, todo ha sido retrabajado y tiene nuevas capas, aunque nada lo bastante especial para volver a maravillarnos.
Llevo ya varios párrafos dedicados a problemas y relativos defectos, lo cual no significa que El Hobbit es una mala película. Como realizador de cine fantástico, Peter Jackson es el estándar más alto a superar. Un cineasta épico en su utilización de recursos: sus secuencias de acción, desbordadas en efectos visuales, nunca pierden el toque humano; su trabajo con actores (quizá lo único que queda de sus gloriosas épocas en las que hizo su cine más interesante y de bajo perfil, como Heavenly Creatures, con una Kate Winslet que nadie conocía) es tan fastuoso como su despliegue de castillos, ejércitos y reinos. Nadie ni nada cae en lo ridículo o en el cliché. Ni siquiera las dos canciones que tenemos que fumarnos. El pequeño inconveniente es que nadie esperaba una buena película a secas, sino una que nos volara la cabeza.
A nivel de reparto, como el héroe humilde de esta historia, Martin Freeman es una gran elección de casting. Su aura de actor y humorista independiente le sienta muy bien al proyecto. Los trece enanos, cuyos nombres son tan difíciles de recordar como sus nombres en la vida real, son poco entrañables individualmente. Su dinámica de grupo es más carismática.
El Hobbit es, indiscutiblemente, una película bastante entretenida y disfrutable. Es su argumento lo que no abre el apetito hacia una nueva trilogía. Su duración es injustificable. La mayor parte de sus secuencias roban el aliento, pero podrían ser editadas sin temor de que dejáramos de comprender la historia. Más de lo mismo, que es lo que siempre solemos aceptar por parte de Hollywood.

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