lunes, 31 de diciembre de 2012

El Hobbit


Esa entrevista con David Goyer que leí en El País Semanal fue una referencia que volvió más rápido que un bumerán. Volví a leerla después de ver El Hobbit, de Peter Jackson, ya que una de las respuestas del famoso guionista me habló al oído al momento de ordenar mis ideas y primera impresión de lo que será la nueva trilogía basada en el libro de J.R.R. Tolkien.
“En la próxima década los videojuegos serán la mayor influencia en la gramática de nuestro cine”. En toda mi vida, no he pasado ni si quiera diez horas jugando con una consola. Pese ello, alcanzo a distinguir que las dos horas y cincuenta minutos de El Hobbit tienen una influencia externa al cine y la literatura.
Por un lado, está su formato de filmación y proyección a cuarenta y ocho cuadros por segundo, cuya superioridad visual está dividiendo opiniones. Algunos la consideran sensacional, otros (los que más se hicieron leer y escuchar en la derrama mediática de la película) consideran a este bonus un fiasco que produjo náuseas y vómito, literalmente. Una moda que pasaría directo al museo de los malos inventos. Aunado a que no todos pudimos ver la cinta en 48fps, la calidad de proyección de cine en México es un formato propio de náusea y vómito, por lo que es mejor ocuparse de la historia, en donde también hallaremos recordatorios al videojuego.
Para los nacidos ayer o poco clientes del universo Tolkien, El Hobbit es la precuela a la aventura de El Señor de los Anillos. Narra el viaje que en sus años de juventud, Bilbo Baggins (padre de Frodo), emprende junto al mago Gandalf y trece enanos que buscan recuperar el patrimonio que les ha robado un temible dragón llamado Smaug.
Las andanzas de Bilbo se sienten como una persecución extendida entre mundos que van aumentando el nivel de dificultad (nótese mi idea primitiva de lo que es un videojuego) e intercalan pocas escenas para que la trama adquiera drama, conflicto y complejidad. Ese volumen sí existía en El Señor de los Anillos.
En estructura y desarrollo, además, El Hobbit es demasiado similar a El Señor de los Anillos. Esto no es bueno ni malo, sino todo lo contrario. Quiero decir que, para fanáticos de esta saga, el encanto puede ser justo esa similitud, mientras que para el grueso de la audiencia este parecido puede ser redundante. A la hora de la verdad, esta franquicia necesita algo que no posee: novedad y sorpresas.
Otro ejemplo. Todo el espectro de su diseño de producción es cartucho quemado desde el 2003, con lo visto hasta el desenlace de la primera trilogía, en El Retorno del Rey: los paisajes de Nueva Zelanda, los vestuarios, los reinos, criaturas y monstruos. Naturalmente, todo ha sido retrabajado y tiene nuevas capas, aunque nada lo bastante especial para volver a maravillarnos.
Llevo ya varios párrafos dedicados a problemas y relativos defectos, lo cual no significa que El Hobbit es una mala película. Como realizador de cine fantástico, Peter Jackson es el estándar más alto a superar. Un cineasta épico en su utilización de recursos: sus secuencias de acción, desbordadas en efectos visuales, nunca pierden el toque humano; su trabajo con actores (quizá lo único que queda de sus gloriosas épocas en las que hizo su cine más interesante y de bajo perfil, como Heavenly Creatures, con una Kate Winslet que nadie conocía) es tan fastuoso como su despliegue de castillos, ejércitos y reinos. Nadie ni nada cae en lo ridículo o en el cliché. Ni siquiera las dos canciones que tenemos que fumarnos. El pequeño inconveniente es que nadie esperaba una buena película a secas, sino una que nos volara la cabeza.
A nivel de reparto, como el héroe humilde de esta historia, Martin Freeman es una gran elección de casting. Su aura de actor y humorista independiente le sienta muy bien al proyecto. Los trece enanos, cuyos nombres son tan difíciles de recordar como sus nombres en la vida real, son poco entrañables individualmente. Su dinámica de grupo es más carismática.
El Hobbit es, indiscutiblemente, una película bastante entretenida y disfrutable. Es su argumento lo que no abre el apetito hacia una nueva trilogía. Su duración es injustificable. La mayor parte de sus secuencias roban el aliento, pero podrían ser editadas sin temor de que dejáramos de comprender la historia. Más de lo mismo, que es lo que siempre solemos aceptar por parte de Hollywood.

"Los rollos perdidos"

Hace unos días tuve la oportunidad 
de traer a mi casa una par de buenos documentales, entre ellos Los Rollos Perdidos, del que ya había escuchado hablar bastante en la red y en los periódicos.

Debo confesar que estaba incrédulo hacia una producción donde de entrada aparece el hígado del crítico grinch Jorge Ayala Blanco, quien en más de una ocasión me ha hecho enojar con sus comentarios acerca de buenas producciones, pero sin embargo en este documental hasta me cayó bien y su presencia se torna esencial.

A medida que avanzan Los Rollos Perdidos, uno sabe de inmediato que se encuentra ante uno de esos pocos trabajos magistrales tanto de investigación como de dirección y documentación que han aparecido en los últimos años en nuestro país, mostrando de entrada las dos caras de un tenebroso cineasta llamado Servando González, cuyas películas Yanco y Viento Negro, eran las obligadas en mi época en la facultad, pero quien iba a saber que el mismo tipo que las dirigió, filmó también la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968 con varias cámaras, y no sólo eso, sino que se convirtió en cómplice de un aparato represor de estado, siendo la antítesis de lo que significa el ejercicio cinematográfico.

Aun con la voz un tanto repetitiva de Daniel Giménez Cacho, la dirección de Gibrán Bazán se muestra muy elegante, desarrollando el suceso de Tlatelolco desde un ángulo que pocos habían conocido hasta hoy en el cine, es decir, no se centra en el conflicto político, sino en la responsabilidad moral de un cineasta que filmó con sangre fría como masacraban a los estudiantes y todavía cobró por hacerlo.

Con un aspecto de nerd, medio fachosón, pero que cae bien, Gibrán Bazán sube junto con otros jóvenes al piso de la antigua Torre de Relaciones Exteriores, desde donde filmó la matanza e incluso en secuencias estremecedoras da santo y seña de por donde entraron las balas, de donde corrían los filmadores para protegerse y hasta de los sitios donde se apostaron los francotiradores.

No sorprende que el documental comience con una leyenda donde se advierte que decenas de personas se negaron a hablar sobre los temas que se abordan en Los Rollos Perdidos, sin embargo las entrevistas que logra recabar Bazán, representan el primer viento fresco en muchas décadas para explicar algo de lo que pasó, tanto en Tlatelolco como posteriormente en el incendio de la Antigua Cineteca Nacional, la que operaba en Churubusco y Tlalpan, y que justo fue visitada por un servidor dos días antes del incendio que comenzó según todos los testigos por una terrible explosión, sobre la cual también arroja luz este magistral trabajo.

Da gusto escuchar hablar en este documental al cineasta Óscar Menéndez, pero también a especialistas de la Filmoteca de la UNAM y de la propia Cineteca que fueron testigos del incendio y que dan un panorama muy estremecedor de lo que ocurrió aquel día, donde hasta infantes de cuna fueron heridos por los vidrios de la explosión y resulta que hasta se ocultó el número de muertos, según las pesquisas del director.

Destaca la agil edición de este trabajo que conjuga imágenes del pasado y el presente, además de noticieros antiguos que dan un  buen panorama de lo que aconteció en las épocas que toca el documental, donde hasta uno siente nostalgia por aquel espacio pervertido del noticiero 24 horas, conducido por el nefasto Jacko Zabludowsky

Los  Rollos Perdidos se convierte así en el gran debut de Gibrán Bazán, un nuevo cineasta que estaba haciendo falta en el panorama cinematográfico de México,  un cineasta, en pocas palabras, valiente y con guevos para decir las cosas, sobre todo después de vislumbrar trabajos tan cobardes como el de Colosio, donde  también aparece Giménez Cacho, y que en ningún momento se señala un culpable, algo que en Los Rollos Pedidos, no sólo ocurre de forma clara, sino con nombre y apellido, como lo dice en una sorprendente secuencia Ayala Blanco, quien como dije, hasta a sus detractores les caerá bien en este filme.

Pero Gibrán Bazán no se detiene ahí, sino que brinda una conexión entre el caso Tlatelolco y el caso Cineteca que a muchos amantes de nuestra historia cinematográfica va a sorprender, pues resulta que al parecer en el antiguo recinto se guardó parte del material que filmó Servando después de que este fuera revelado en los Estudios Churubusco, todo ello gracias a la carta de un testigo que contacto al director y le confesó todo lo que vio tanto el 2 de octubre como años después.

Francamente recomendable este documental que según tengo entendido ya se proyectó en varios foros, incluso en la propia Cineteca Nacional y que invita a revisar más de la filmografía de Gibrán Bazán, si es que la tiene, pues al menos con este trabajo, promete ser uno de los cineastas más inteligentes e implacables que hayan surgido en los últimos años en nuestro panorama cinematográfico.

domingo, 30 de diciembre de 2012

El Hobbit, y los 48 cuadros por segundo que nunca vimos


Esa entrevista con David Goyer que leí en El País Semanal fue una referencia que volvió más rápido que un bumerán. Volví a leerla después de ver El Hobbit, de Peter Jackson, ya que una de las respuestas del famoso guionista me habló al oído al momento de ordenar mis ideas y primera impresión de lo que será la nueva trilogía basada en el libro de J.R.R. Tolkien.
“En la próxima década los videojuegos serán la mayor influencia en la gramática de nuestro cine”. En toda mi vida, no he pasado ni si quiera diez horas jugando con una consola. Pese ello, alcanzo a distinguir que las dos horas y cincuenta minutos de El Hobbit tienen una influencia externa al cine y la literatura.
Por un lado, está su formato de filmación y proyección a cuarenta y ocho cuadros por segundo, cuya superioridad visual está dividiendo opiniones. Algunos la consideran sensacional, otros (los que más se hicieron leer y escuchar en la derrama mediática de la película) consideran a este bonus un fiasco que produjo náuseas y vómito, literalmente. Una moda que pasaría directo al museo de los malos inventos. Aunado a que no todos pudimos ver la cinta en 48fps, la calidad de proyección de cine en México es un formato propio de náusea y vómito, por lo que es mejor ocuparse de la historia, en donde también hallaremos recordatorios al videojuego.
Para los nacidos ayer o poco clientes del universo Tolkien, El Hobbit es la precuela a la aventura de El Señor de los Anillos. Narra el viaje que en sus años de juventud, Bilbo Baggins (padre de Frodo), emprende junto al mago Gandalf y trece enanos que buscan recuperar el patrimonio que les ha robado un temible dragón llamado Smaug.
Las andanzas de Bilbo se sienten como una persecución extendida entre mundos que van aumentando el nivel de dificultad (nótese mi idea primitiva de lo que es un videojuego) e intercalan pocas escenas para que la trama adquiera drama, conflicto y complejidad. Ese volumen sí existía en El Señor de los Anillos.
En estructura y desarrollo, además, El Hobbit es demasiado similar a El Señor de los Anillos. Esto no es bueno ni malo, sino todo lo contrario. Quiero decir que, para fanáticos de esta saga, el encanto puede ser justo esa similitud, mientras que para el grueso de la audiencia este parecido puede ser redundante. A la hora de la verdad, esta franquicia necesita algo que no posee: novedad y sorpresas.
Otro ejemplo. Todo el espectro de su diseño de producción es cartucho quemado desde el 2003, con lo visto hasta el desenlace de la primera trilogía, en El Retorno del Rey: los paisajes de Nueva Zelanda, los vestuarios, los reinos, criaturas y monstruos. Naturalmente, todo ha sido retrabajado y tiene nuevas capas, aunque nada lo bastante especial para volver a maravillarnos.
Llevo ya varios párrafos dedicados a problemas y relativos defectos, lo cual no significa que El Hobbit es una mala película. Como realizador de cine fantástico, Peter Jackson es el estándar más alto a superar. Un cineasta épico en su utilización de recursos: sus secuencias de acción, desbordadas en efectos visuales, nunca pierden el toque humano; su trabajo con actores (quizá lo único que queda de sus gloriosas épocas en las que hizo su cine más interesante y de bajo perfil, como Heavenly Creatures, con una Kate Winslet que nadie conocía) es tan fastuoso como su despliegue de castillos, ejércitos y reinos. Nadie ni nada cae en lo ridículo o en el cliché. Ni siquiera las dos canciones que tenemos que fumarnos. El pequeño inconveniente es que nadie esperaba una buena película a secas, sino una que nos volara la cabeza.
A nivel de reparto, como el héroe humilde de esta historia, Martin Freeman es una gran elección de casting. Su aura de actor y humorista independiente le sienta muy bien al proyecto. Los trece enanos, cuyos nombres son tan difíciles de recordar como sus nombres en la vida real, son poco entrañables individualmente. Su dinámica de grupo es más carismática.
El Hobbit es, indiscutiblemente, una película bastante entretenida y disfrutable. Es su argumento lo que no abre el apetito hacia una nueva trilogía. Su duración es injustificable. La mayor parte de sus secuencias roban el aliento, pero podrían ser editadas sin temor de que dejáramos de comprender la historia. Más de lo mismo, que es lo que siempre solemos aceptar por parte de Hollywood.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Los Rollos Perdidos, el gran debut de Gibrán Bazán


Hace unos días tuve la oportunidad de traer a mi casa una par de buenos documentales, entre ellos Los Rollos Perdidos, del que ya había escuchado hablar bastante en la red y en los periódicos.

Debo confesar que estaba incrédulo hacia una producción donde de entrada aparece el hígado del crítico grinch Jorge Ayala Blanco, quien en más de una ocasión me ha hecho enojar con sus comentarios acerca de buenas producciones, pero sin embargo en este documental hasta me cayó bien y su presencia se torna esencial.

A medida que avanzan Los Rollos Perdidos, uno sabe de inmediato que se encuentra ante uno de esos pocos trabajos magistrales tanto de investigación como de dirección y documentación que han aparecido en los últimos años en nuestro país, mostrando de entrada las dos caras de un tenebroso cineasta llamado Servando González, cuyas películas Yanco y Viento Negro, eran las obligadas en mi época en la facultad, pero quien iba a saber que el mismo tipo que las dirigió, filmó también la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968 con varias cámaras, y no sólo eso, sino que se convirtió en cómplice de un aparato represor de estado, siendo la antítesis de lo que significa el ejercicio cinematográfico.

Aun con la voz un tanto repetitiva de Daniel Giménez Cacho, la dirección de Gibrán Bazán se muestra muy elegante, desarrollando el suceso de Tlatelolco desde un ángulo que pocos habían conocido hasta hoy en el cine, es decir, no se centra en el conflicto político, sino en la responsabilidad moral de un cineasta que filmó con sangre fría como masacraban a los estudiantes y todavía cobró por hacerlo.

Con un aspecto de nerd, medio fachosón, pero que cae bien, Gibrán Bazán sube junto con otros jóvenes al piso de la antigua Torre de Relaciones Exteriores, desde donde filmó la matanza e incluso en secuencias estremecedoras da santo y seña de por donde entraron las balas, de donde corrían los filmadores para protegerse y hasta de los sitios donde se apostaron los francotiradores.

No sorprende que el documental comience con una leyenda donde se advierte que decenas de personas se negaron a hablar sobre los temas que se abordan en Los Rollos Perdidos, sin embargo las entrevistas que logra recabar Bazán, representan el primer viento fresco en muchas décadas para explicar algo de lo que pasó, tanto en Tlatelolco como posteriormente en el incendio de la Antigua Cineteca Nacional, la que operaba en Churubusco y Tlalpan, y que justo fue visitada por un servidor dos días antes del incendio que comenzó según todos los testigos por una terrible explosión, sobre la cual también arroja luz este magistral trabajo.

Da gusto escuchar hablar en este documental al cineasta Óscar Menéndez, pero también a especialistas de la Filmoteca de la UNAM y de la propia Cineteca que fueron testigos del incendio y que dan un panorama muy estremecedor de lo que ocurrió aquel día, donde hasta infantes de cuna fueron heridos por los vidrios de la explosión y resulta que hasta se ocultó el número de muertos, según las pesquisas del director.

Destaca la agil edición de este trabajo que conjuga imágenes del pasado y el presente, además de noticieros antiguos que dan un  buen panorama de lo que aconteció en las épocas que toca el documental, donde hasta uno siente nostalgia por aquel espacio pervertido del noticiero 24 horas, conducido por el nefasto Jacko Zabludowsky

Los  Rollos Perdidos se convierte así en el gran debut de Gibrán Bazán, un nuevo cineasta que estaba haciendo falta en el panorama cinematográfico de México,  un cineasta, en pocas palabras, valiente y con guevos para decir las cosas, sobre todo después de vislumbrar trabajos tan cobardes como el de Colosio, donde  también aparece Giménez Cacho, y que en ningún momento se señala un culpable, algo que en Los Rollos Pedidos, no sólo ocurre de forma clara, sino con nombre y apellido, como lo dice en una sorprendente secuencia Ayala Blanco, quien como dije, hasta a sus detractores les caerá bien en este filme.

Pero Gibrán Bazán no se detiene ahí, sino que brinda una conexión entre el caso Tlatelolco y el caso Cineteca que a muchos amantes de nuestra historia cinematográfica va a sorprender, pues resulta que al parecer en el antiguo recinto se guardó parte del material que filmó Servando después de que este fuera revelado en los Estudios Churubusco, todo ello gracias a la carta de un testigo que contacto al director y le confesó todo lo que vio tanto el 2 de octubre como años después.

Francamente recomendable este documental que según tengo entendido ya se proyectó en varios foros, incluso en la propia Cineteca Nacional y que invita a revisar más de la filmografía de Gibrán Bazán, si es que la tiene, pues al menos con este trabajo, promete ser uno de los cineastas más inteligentes e implacables que hayan surgido en los últimos años en nuestro panorama cinematográfico.




Olga Zubarry, la gran dama del cine argentino






Alguna vez, le ofrecieron un papel en Gasoleros , una de las tiras de Pol-ka. Olga Zubarry llegó a la oficina de Adrián Suar para escucharlo. En alguna entrevista, recordó aquel diálogo.
“Quiero que hagas la temporada ‘99 del programa”, le propuso el productor.
“Te lo agradezco mucho, pero no hago tiras diarias. Son la cárcel”, contestó ella.
“Tenés toda la razón del mundo”, dijo el “Chueco”, resignado.
La escena de mesura y de tranquilidad pinta una parte de la personalidad y de la carrera de Olga Zubarry, la actriz que murió ayer a los 82 años, después de pasar los últimos meses postrada por una larga enfermedad.
“La Vasca”, como le decían sus amigos, nació el 31 de octubre de 1930 en Parque Patricios. Esta fanática de Huracán comenzó a actuar desde muy joven e hizo 63 películas en seis décadas de trabajo, además de una carrera en el teatro y participaciones en la televisión.
Como pasa en muchos casos, los inicios fueron de pura casualidad. “Yo nunca había pensado en la actuación. Tenía vocación de médica: quería ser obstetra. Pero Juan Carlos Thorry, esposo de mi hermana, me convenció para participar en cine”, contó alguna vez. Corría la década del ‘40.
Los primeros palotes fueron como extra hasta que en 1946 llegó El ángel desnudo , de Carlos Hugo Christensen. La película contaba la historia de un hombre acorralado por las deudas, que manda a su hija a pedirle dinero a un escultor. El artista acepta prestarle algo, pero pone una condición: ver desnuda a la nena.
En el momento del rodaje, Zu-barry tenía 16 años y era una bellísima adolescente. Filmó una escena de espaldas a la cámara, en la que sólo se le veía la cara de perfil. Fue considerado el primer desnudo del cine argentino y un éxito inmediato. “En realidad, no fue un desnudo. Tenía una malla color piel”, contó, muchos años después.
A partir de entonces no dejó de trabajar. En los ‘60, hizo Hijo de hombre , con dirección de Lucas Demare y sobre un texto de Augusto Roa Bastos. “Fue uno de los trabajos más queridos”, dijo el año pasado, cuando se cumplieron 50 años del estreno y la película se exhibió en el festival Pantalla Pinamar. También filmó Los guerrilleros,Abuso de confianza , Concierto para una lágrima y Marianela , entre muchas otras.
En 1997, filmó su última película, Plaza de Almas , de Fernando Díaz, cuando el llamado Nuevo Cine Argentino comenzaba a dar sus primeros pasos. Por ese papel ganó un premio Cóndor de Plata y se retiró de la actividad. La decisión no tuvo vuelta atrás. En algún momento, Pablo Trapero le ofreció un papel que ella consideró “muy interesante”. “Pero ya había tomado la decisión”, manifestó.
En televisión también desarrolló una carrera con grandes momentos, como los unitariosNosotros y los miedos , Situación límite , Alta comedia , Atreverse y De fulanas y menganas . Además, hizo teatro y radioteatro, como el memorable Radio Cine Lux. “Eran funciones de gala, en director y con público”, recordó.
En las últimas décadas, le dedicó buena parte de su energía a las tareas solidarias. Fue madrina y trabajadora incansable de MAMA (Mis Alumnos Más Amigos), una ONG con sede en Villa Ballester que trabaja con chicos de la calle. Allí viven, se capacitan, estudian, trabajan y buscan una salida laboral. “Es una labor a la que le brindo mi amor y entusiasmo”, decía siempre que le preguntaban sobre su tarea solidaria.
Se casó con Juan Carlos Garate, productor cinematográfico y director de Argentina Sono Film, que murió en 2007. Con él tuvo dos hijas. Los últimos años de su vida los pasó ayudando a los otros en la ONG y recibiendo visitas en su casa, plagada de fotografías y de libros. Decía que las películas que pasaban en el cable le ayudaban a recordar su carrera. “Hay que saber retirarse a tiempo -le decía a Clarín en 2009- y disfrutar. Invito a mis amigos a tomar el té a casa, escucho mucha radio, recibo a mi hija Valeria, salgo cada tanto y recuerdo mucho. Yo me llevo muy bien con el pasado”.

viernes, 30 de noviembre de 2012

Jis y Trino, los padres de un santo y una tetona

Dos conocidos humoristas mexicanos, Jis y Trino, exhiben en la Feria del Libro de Guadalajara (FIL) una película en la que un grupo de antihéroes unen sus fuerzas para librar a México de una invasión zombi, una historia que escribieron hace dos décadas en una tira cómica.

Creada por José Ignacio Solórzano (Jis) y José Trinidad Camacho (Trino) la cinta es una adaptación cinematográfica de la popular tira de humor negro "El Santos contra la Tetona Mendoza" , publicada en diarios, revistas y libros en México que hicieron las delicias de las últimas generaciones.

Irreverente, estrambótica y cargada de ese humor ácido tan mexicano, el film narra las aventuras de "El Santos" , un luchador decadente, adicto y despechado que pretende eliminar a los "Zombies de Sahuayo" , un pueblito, y se une a su enemigo "El Peyote Asesino" , en una especie de apocalipsis al más puro estilo autóctono.

En la trama "El Santos" se enfrenta también con los planes malévolos de "La Tetona Mendoza" , una luchadora voluptuosa y villana que administra un cabaret y de quien el Santos se acaba de divorciar.

Trino explicó en entrevista con Efe que la película es "una historia de amor y acción muy 'pacheca'" , término con el que alude a una historia cargada de locuras que hacen y dicen personajes adictos a la marihuana.

"Es una película hecha como un cadáver exquisito. Quisimos algo que fuera fresco, sabroso, divertido, un caos organizado, es una 'pachequez', en términos generales" , explicó un exultante Trino, devenido en cineasta tras ser reconocido por sus viñetas.

Trino se inspiró en el célebre luchador mexicano "Santo, el Enmascarado de Plata" para, parodiándolo, crear a "El Santos" y hacerle a su manera una especie de homenaje a ese icono de la cultura popular mexicana.

Lejos de ser tan ejemplar como el auténtico, "El Santos" más bien "es un antihéroe de tercera" , malhablado, adicto al sexo y a la marihuana, a quien se le ocurren las ideas más disparatadas con tal de vencer a "El Peyote asesino" , su némesis.

La inclusión de los zombies, presentes desde las primeras tiras de hace años, es un abierto homenaje al cine de George A. Romero, creador de estos oscuros personajes más que un fruto de una coyuntura.

"'Los zombies de Sahuayo' no tienen nada que ver con la moda de los zombis y vampiros, aunque es mejor que la moda nos alcance para que beneficien a la película" , bromeó Jis, el otro coautor de la tira cómica.

La cinta no repara en medias tintas y ha sumado a ella prestando sus voces a reconocidos actores y artistas mexicanos como Demián Bichir, José María Yazpik, la cantante Julieta Venegas y el director y productor Guillermo del Toro, amigo personal de ambos humoristas, entre otros.

La participación de Del Toro "fue muy fácil" porque conoce la tira desde sus inicios y "es muy bueno para las cochinadas y sabría que aquí habría muchas" , se mofó Trino.

Curiosamente, la reconocida escritora mexicana Elena Poniatowska tiene una pequeña aparición en este singular mundo del mal, en el que también están el expresidente de México Vicente Fox (2000-2006) , un personaje necesario para los "moneros" (humoristas gráficos) por "ser más gracioso y pintoresco que Felipe Calderón (su sucesor) u otros presidentes" más que por otras consideraciones o por temor a la censura.

Dirigida y producida por Peyote Films y Ánima Estudios, la película podría llegar a tener una segunda parte en un futuro incierto, pues tanto Jis como Trino consideran que podrían crearse muchas más historias con las cuales cualquiera se pueda identificar y en las que prometen "muchas más pachequeces (ocurrencias peregrinas)" .

Malick, el hombre sabio que contrata Brad Pites


Terrence Malick, aunque se resiste a ser fotografiado y a conceder entrevistas, lo que le confiere un aura de misterio y la sensación de que se trata de un ermitaño incapaz de relacionarse con el mundo, ni está solo ni está desconectado del mundo. Le acompañan (le han acompañado siempre), en su viaje estético y vital, nombres como los del filósofo Martin Heidegger, el poeta Walt Whitman o el escritor, poeta, agrimensor, naturalista, activista, anarquista, conferenciante y fabricante de lápices Henry David Thoreau. Y por su visión panteísta y su condición de creador de imágenes, está realmente conectado al hombre, a la vida y al mundo. Desde 1973 ha dirigido cinco largometrajes y, aunque jamás será acreedor de (siempre sospechosos, o casi siempre) consensos de ninguna clase y en ningún lugar, ahora goza de un enorme prestigio como cineasta y de una libertad en sus proyectos con la que pueden ejercer su misión muy pocos (contados con los dedos de una mano) directores en el mundo. Un privilegio conquistado, y no regalado por nadie, a base de coherencia y de una total fidelidad a sí mismo y a su misión de escultor de imágenes y sonidos cinematográficos. Imágenes y sonidos que da la impresión de pertenecerle sólo a él, en verdad, y con los que ha construido una obra breve en títulos pero enorme en cuanto a su capacidad de arrastre, su vuelo poético, su refinada e inimitable búsqueda de lo invisible. Esa indagación abstracta en regiones del alma y de la mente que para muchos artistas queda vedada.
Ahora, tras su paso triunfal por Cannes (no exento de voces que la aborrecían), ha llegado a España la última de estas películas (dicen que ya tiene terminado el rodaje de la siguiente, y que prepara una séptima) y son esperables y lógicas las reacciones dispares (hasta opuestas) ante una película absolutamente inclasificable, alejada de cualquier otra que podamos ver en una pantalla ahora o nunca, y ante la que no es posible acercarse, y mucho menos realizar un análisis medianamente serio y valioso, haciendo uso de las herramientas o los arquetipos que tantas veces se emplean cuando se trata de escribir sobre una obra cinematográfica, pues sus múltiples aristas (conceptuales, filosóficas, formales, temáticas, técnicas, líricas) lo impiden, ya que Malick llega quizá más lejos que nunca en su particular y muy radical concepción del cine. Pero, aunque radical, palpitan en sus imágenes, aunque sea en el subsuelo de ellas, algunas de las indagaciones espirituales de los más grandes directores norteamericanos (Ford, Capra, Lynch), europeos (Truffaut, Erice, Resnais) o asiáticos (Ozu, Mizoguchi, Yimou), y participan de una universalidad incontestable, que las convierte en plenamente accesibles para cualquier ser humano. Una película que, además, encuentra en sus enormes desequilibrios estructurales su verdadera razón de ser y su indescriptible éxtasis emocional. No es la perfección, ni la verdad, lo que aspira a capturar esta hermosa película, sino la escurridiza, luminosa y percutante energía de la vida misma.
Muchos se acercarán a esta película y sentirán un irresistible y feroz rechazo. Probablemente abandonen la sala o se sientan defraudados. No es nada nuevo. Reacciones similares tuvieron lugar cuando ‘La delgada línea roja’ (‘The Thin Red Line’, 1998) o ‘El nuevo mundo’ (‘The New World’, 2005), vieron la luz. La probabilidad de que esto ocurra será mucho mayor si el espectador no conoce la obra previa de Malick, o si no es consciente de que este director no tiene el menor interés, nunca lo ha tenido, en entretener o enamorar al espectador con una historia bellamente filmada. No son cosas que le interesen o que le muevan para salir de su casa y ponerse a filmar una película. Tampoco le interesa una narración convencional, o filmar un episodio de la vida de un personaje como lo haría cualquier otro director. Aún quedan algunos artistas en el mundo que son capaces de elaborar un mundo propio en las páginas de un libro, o en las imágenes y sonidos de una película simplemente porque ellos respiran y beben eso como una forma de vida, y una misteriosa chispa en su interior les obliga a establecer sus propias reglas y a no hacer algo que a se haya hecho, o no de la misma forma. Es decir, son creadores. Y no pueden dejar de serlo. Ni siquiera les interesa la narración, ni la trama. Sólo una cosa les importa, y es permitirnos, a nosotros, asistir a las secretas conexiones de todas las cosas vivas, como demiurgos o profetas capaces de comprender todo lo que nos destruye y nos llena de paz, todo lo que tememos y lo que amamos, lo que nos aprisiona y nos hace libres.

Trier analizado después de su afaire nazi


“La melancolía se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la perdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la disminución del amor propio”. Sigmund Freud
Tras olvidar su polémica rueda de prensa pro-nazi con la que obtuvo el título de “persona non grata” del festival de Cannes, ha llegado el momento de analizar la última película del enfant terrible del cine actual, Lars von Trier, y dejar que esta hable por sí misma.
Como viene siendo habitual con las películas del danés, Melancholía no ha dejado a nadie indiferente. Se trata de una obra compleja, tanto en forma como en contenido, en la que se nos muestra la historia de dos hermanas, Justine y Claire (Kirsten Dunst y Charlotte Gainsbourg), que representan dos maneras opuestas de enfrentarse al mundo. La primera ha sucumbido a ese complejo estado de ánimo que Freud definía como una especie de aflicción pero sin la perdida consciente de nada ni nadie, una nostalgia de un pasado que nunca fue o un futuro que nunca será, la melancolía. Claire en cambio es una luchadora, una mujer perfeccionista y controladora que trata desesperadamente de implantar cierto orden en el caos.Trier divide la película en dos partes; en la primera nos identificamos con Justine, la hermana depresiva, en el día de su boda, en su peripatético intento por parecer feliz ante los demás. Como no podía ser de otra manera, el fracaso de la celebración es inevitable y Justine se hunde aun más en su destructiva personalidad. La segunda parte se centra en Claire, y en como va perdiendo poco a poco la fortaleza y el control que demostraba en la primera parte ante un acontecimiento catastrófico: un enorme planeta de nombre Melancholia que se acerca directamente hacia la Tierra. De esta forma el papel de víctima se invierte, la hermana cuerda se vuelve loca de pánico y la hermana loca resulta ser la única que asume el acto de belleza fatalista del fin del mundo con serenidad, dignidad y coherencia. Lars von Trier demuestra a través de Justine como la melancolía funciona como un simulacro de la muerte en vida, liberándonos y preparándonos para lo que esté por venir; o como dice Armando Roa Vial en su “elogio de la melancolía”: “lejos, pues, de ser pasto de miserias, la melancolía, como muchos han reconocido, brinda al hombre su estocada liberadora”.
Este acto de catártica redención es quizás el tema central de “Melancholia”, ya que como afirma el propio director no se trata de una película sobre el fin del mundo, sino sobre un estado de ánimo. Estado de ánimo que además conoce muy bien el propio Lars von Trier, al haber sufrido él mismo una fuerte depresión reconocida durante años. La visión fatalista del fin del mundo no termina siendo tan negativa como pudiera parecer, en realidad es una reflexión sobre actitudes, sobre formas responsables de posicionarse ante el mundo. La mirada de Trier es puramente materialista, cruda y existencialista (pone los pelos de punta la escena en la que Justine afirma que estamos solos en el universo y que nadie nos echará de menos). En este sentido resulta muy interesante que Melancholia se haya estrenado el mismo año que El árbol de la vida de Terrence Malick. Lejos de querer establecer un paralelismo entre dos películas tan diferentes, resulta casi inevitable evidenciar sus contrastes. Como si fueran dos caras de una misma moneda, El árbol de la vida y Melancholia ofrecen dos visiones completamente opuestas de la vida y el ser humano: si la idealista película de Malick nos muestra el origen del mundo, el amor divino, la naturaleza sagrada del hombre y la promesa de el re-encuentro tras la muerte, Trier nos enseña el fin del mundo, la soledad del alma humana y una visión negativa de la existencia resumida en la frase de Justine: “life is evil”. Además, ambas películas recurren a largas panorámicas espaciales de indudable belleza, pero mientras Malick las acompaña de la delicada Lacrimosa del “Requiem por mi amigo” de Zbigniew Preisner, Trier prefiere la potencia dramática de Wagner y su Tristan e Isolda.
Resulta interesante que Trier recurra a un lejano planeta que choca contra la tierra para construir su metáfora de la melancolía; precisamente el círculo neoplatónico renacentista de Marsilio Ficino recurrió al concepto de Saturno (el planeta más lejano de la tierra que conocían por aquel entonces) para identificar a ese estado de ánimo melancólico que ya desde la edad media (con la teoría de los humores) se relacionaba con los artistas.Saturnino fue un adjetivo que comenzó a utilizarse con frecuencia para referirse a los creadores, como si la genialidad estuviera intrínsecamente vinculada a una inherente melancolía.
Trier no puede escapar de esta antigua relación y utiliza conscientemente simbolismos heredados del mundo del arte a lo largo de toda la película. El momento donde esta cuestión es aun más evidente es en la escena de la librería en la cual, en un momento de explosiva rabia, Justine cambia los libros que muestran reproducciones de obras suprematistas por imágenes de Peter Brueghel, Millais o Caravaggio.

Fin, película española de buena factura

El pasado  viernes 23 de Noviembre se estrenó Fin, la última apuesta cinematográfica de Jorge Torregrossa. Un filme donde cada detalle es tan determinante como el anterior , concatenando unos hechos con otros  y creando una gran maraña de acontecimientos.Como adaptación de la novela homónima de David Monteagudo, se muestra una película apocalíptica donde un grupo de ocho  amigos se reúnen en el mismo refugio de montaña en el que se habían refugiado hace quince años.  Todo parece ir bien hasta que de repente, hay un apagón. Hasta aquí se puede pensar que todo es normal pero de repente, los protagonistas empiezan a ver que las estrellas brillan más de lo normal.  Uno de sus compañeros ha desparecido a la mañana siguiente del extraño acontecimiento. Empieza entonces, una película basada en el misterio y los sucesos extraños, entre la ciencia ficción y un escenario de fin del mundo, política que siguen algunos filmes españoles de este género como en El Orfanato o la ya tantas veces repetida REC.  Quizás  el tema del final del mundo, donde todos desaparecen está más basado en las películas norteamericanas, éste es el mayor punto a favor para este filme, por la forma de tratarlo que tiene.
Como en todas ellas, el grupo de protagonistas deciden salir a investigar y a buscar ayuda, pero comienzan a separarse y poco a poco van desapareciendo más personajes y se impone el caos en las mentes de todos. Se muestra una gran cantidad de efectos especiales que si bien a algunos fans de la ciencia ficción les puede gustar, a otros puede que les parezca excesivo. Aunque se parece mucho a los filmes de intriga españoles, se le quiere dar un toque distinto, más alejado de la temática española, que finalmente acaba por no aparecer y que recuerda mucho a las otras producciones de nuestro país que tienen argumento y finales confusos. En este tipo de películas, la acción es lenta pero a la vez vertiginosa, haciendo ver que puede pasar algo en cualquier momento. Si bien la historia trata sobre este mismo tema, es donde se ve esa distinción no tan conseguida como lo que se pretendía hacer.
Se observa que en las películas españolas de terror e intriga, hay un gusto por el pasado, basar la historia en situaciones que ya han ocurrido para poder narrar la historia actual. Se ve en Los ojos de Julia o en Los otros, hablar de hechos anteriores a los de la historia actual para explicar lo que pasa y entramar el tejido de la película. En Fin, se inicia la acción en un lugar del pasado, es decir, siguiendo el mismo esquema inicial.
Siempre es arriesgado adaptar una novela al cine, pero con FinTorregrossa ha apostado por el riesgo al intentar poner en los ojos del espectador cada detalle del libro. Se pierde algo de emoción o de detalles, pero para un cierto público será de su gusto. Se diría que es un trabajo muy parecido a los filmes españoles pero con un pequeño toque de distinción que hace que se pase un rato entretenido. Eso sí, el nombre de la cinta parece haber sido elegido a propósito, para rendir “homenaje” al desenlace de la misma… y hasta aquí puedo leer. Publicado por Iris Sen Bravo el 26 noviembre 2012 en la sección de Cine,Cultura 

Reflexiones sobre Kusturica

El polifacético Emir Kusturica (Sarajevo,1954, Bosnia Herzegovina) abandonó lo que parecía una prometedora carrera como futbolista para estudiar cine en Praga en la academia del famoso director, Milos Forman.

Kusturica es capaz de despertar las más entusiastas y las más feroces críticas. Pero lo que es indiscutible es su exquisito dominio del lenguaje cinematográfico, lo que le ha valido para poder celebrar casi cada nueva producción con algún premio en los grandes festivales internacionales de cine, ya fuese en Cannes, Venecia o Berlín.

Su carrera se inicia cuando vuelve a Sarajevo, como otros grandes directores encuentra en la televisión su gran oportunidad. Tras dos trabajos para la televisión llega su salto al cine con “¿Te acuerdas de Dolly Bell?” Que consigue el León de Oro de Venecia a la mejor Ópera Prima. Ese mismo año, 1985, se consagra con “Papa está de viaje de negocios” que consigue la Palma de Oro en Cannes.

Estas cintas ya muestran su desbordante originalidad y su singularísimo estilo marcado por un inconfundible sello cultural balcánico que encuentra en la música identidad y ritmo desbordante. No podía ser de otra forma porque desde 1986 Kusturica forma parte de la “No smoking orchestra” como bajista, aunque últimamente se haya reciclado como guitarrista.

Su siguiente gran existo llega en 1989 con “El tiempo de los gitanos”, cinta de la que también es guionista, que le vale el reconocimiento internacional casi absoluto y le permite marcharse a Nueva York para ejercer como profesor de cine en la Universidad de Columbia.

Es en Estado Unidos donde rueda “El sueño de Arizona”, 1993,
  que gana el Oso de Plata y el Premio Especial del Jurado en el festival de Berlín.

Los ritmos de su banda, que fusiona, con energía desbordante, los ritmos tradicionales balcánicos con rock y ska aderezado por los sonidos de toda una orquesta, violín, tuba, teclados, bajo, guitarra y percusión (a cargo del hijo de Kusturica) le acompañan en la desternillante y tremendamente crítica “Underground” 1995, que hace un recorrido subterráneo y surrealista de la historia bélica de Yugoslavia desde la segunda Guerra Mundial hasta las últimas y especialmente crueles guerras balcánicas. Film este que le costó el odio de muchos compatriotas y ex­compatriotas al mismo tiempo que le hacia ganar su segunda Palma de Oro en Cannes.

La “No smoking orchestra” también le acompaña en
  “Gato negro, gato blanco”  1998, de la que es director y guionista, un desternillante homenaje a los gitanos y su música que consigue el León de Plata del festival de Venecia.

Con “La vida es un milagro” un poema cinematográfico, vuelve a demostrar su talento, es una historia de amor y guerra con la masacre balcánica de los noventa como telón de fondo.

Es la historia de amor de un técnico serbio y una enfermera bosnio musulmana. Tal es su pasión que hace despegar la cama que comparten en un vuelo por los campos yugoslavos.

Una cinta casi necesaria para comprender un conflicto que en palabras de Kusturica fue muy sucio
  y en el que "La realidad no tuvo nada que ver con lo que se pudo ver en la televisión, en la que el tratamiento superficial y la manipulación trastocó todo".

Como cinéfilo que es su visión de la evolución del cine es demoledora y cuando menos esclarecedora: "La comparación entre el cine estadounidense de los años 1940 y 1950 y la del de 1980 hasta ahora es desesperante"[...] "Uno se pregunta si la humanidad ha podido evolucionar en un sentido tan idiota y débil"[...] "Tal vez se trate de una nueva ideología que pone Hollywood al servicio de la concepción de una sociedad capitalista en la que el consumidor, en oposición al hombre, es mejor si no muestra ninguna reacción humana".