viernes, 30 de noviembre de 2012

Malick, el hombre sabio que contrata Brad Pites


Terrence Malick, aunque se resiste a ser fotografiado y a conceder entrevistas, lo que le confiere un aura de misterio y la sensación de que se trata de un ermitaño incapaz de relacionarse con el mundo, ni está solo ni está desconectado del mundo. Le acompañan (le han acompañado siempre), en su viaje estético y vital, nombres como los del filósofo Martin Heidegger, el poeta Walt Whitman o el escritor, poeta, agrimensor, naturalista, activista, anarquista, conferenciante y fabricante de lápices Henry David Thoreau. Y por su visión panteísta y su condición de creador de imágenes, está realmente conectado al hombre, a la vida y al mundo. Desde 1973 ha dirigido cinco largometrajes y, aunque jamás será acreedor de (siempre sospechosos, o casi siempre) consensos de ninguna clase y en ningún lugar, ahora goza de un enorme prestigio como cineasta y de una libertad en sus proyectos con la que pueden ejercer su misión muy pocos (contados con los dedos de una mano) directores en el mundo. Un privilegio conquistado, y no regalado por nadie, a base de coherencia y de una total fidelidad a sí mismo y a su misión de escultor de imágenes y sonidos cinematográficos. Imágenes y sonidos que da la impresión de pertenecerle sólo a él, en verdad, y con los que ha construido una obra breve en títulos pero enorme en cuanto a su capacidad de arrastre, su vuelo poético, su refinada e inimitable búsqueda de lo invisible. Esa indagación abstracta en regiones del alma y de la mente que para muchos artistas queda vedada.
Ahora, tras su paso triunfal por Cannes (no exento de voces que la aborrecían), ha llegado a España la última de estas películas (dicen que ya tiene terminado el rodaje de la siguiente, y que prepara una séptima) y son esperables y lógicas las reacciones dispares (hasta opuestas) ante una película absolutamente inclasificable, alejada de cualquier otra que podamos ver en una pantalla ahora o nunca, y ante la que no es posible acercarse, y mucho menos realizar un análisis medianamente serio y valioso, haciendo uso de las herramientas o los arquetipos que tantas veces se emplean cuando se trata de escribir sobre una obra cinematográfica, pues sus múltiples aristas (conceptuales, filosóficas, formales, temáticas, técnicas, líricas) lo impiden, ya que Malick llega quizá más lejos que nunca en su particular y muy radical concepción del cine. Pero, aunque radical, palpitan en sus imágenes, aunque sea en el subsuelo de ellas, algunas de las indagaciones espirituales de los más grandes directores norteamericanos (Ford, Capra, Lynch), europeos (Truffaut, Erice, Resnais) o asiáticos (Ozu, Mizoguchi, Yimou), y participan de una universalidad incontestable, que las convierte en plenamente accesibles para cualquier ser humano. Una película que, además, encuentra en sus enormes desequilibrios estructurales su verdadera razón de ser y su indescriptible éxtasis emocional. No es la perfección, ni la verdad, lo que aspira a capturar esta hermosa película, sino la escurridiza, luminosa y percutante energía de la vida misma.
Muchos se acercarán a esta película y sentirán un irresistible y feroz rechazo. Probablemente abandonen la sala o se sientan defraudados. No es nada nuevo. Reacciones similares tuvieron lugar cuando ‘La delgada línea roja’ (‘The Thin Red Line’, 1998) o ‘El nuevo mundo’ (‘The New World’, 2005), vieron la luz. La probabilidad de que esto ocurra será mucho mayor si el espectador no conoce la obra previa de Malick, o si no es consciente de que este director no tiene el menor interés, nunca lo ha tenido, en entretener o enamorar al espectador con una historia bellamente filmada. No son cosas que le interesen o que le muevan para salir de su casa y ponerse a filmar una película. Tampoco le interesa una narración convencional, o filmar un episodio de la vida de un personaje como lo haría cualquier otro director. Aún quedan algunos artistas en el mundo que son capaces de elaborar un mundo propio en las páginas de un libro, o en las imágenes y sonidos de una película simplemente porque ellos respiran y beben eso como una forma de vida, y una misteriosa chispa en su interior les obliga a establecer sus propias reglas y a no hacer algo que a se haya hecho, o no de la misma forma. Es decir, son creadores. Y no pueden dejar de serlo. Ni siquiera les interesa la narración, ni la trama. Sólo una cosa les importa, y es permitirnos, a nosotros, asistir a las secretas conexiones de todas las cosas vivas, como demiurgos o profetas capaces de comprender todo lo que nos destruye y nos llena de paz, todo lo que tememos y lo que amamos, lo que nos aprisiona y nos hace libres.

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